Una vieja estación de tren. Una tenue luz que titila en la parte
superior del andén.
Un banco de madera con una pata rota que amenaza con caerse a
pedazos si no se hace nada por él. El reloj marca las cinco de la mañana y un
nuevo tren pasa raudo, sin detenerse.
Es un nuevo tren que se marcha, un tren reluciente, joven, con
mucho recorrido por delante. Un tren que llegará lejos, que avanzara a
velocidades diversas, sin detenerse jamás.
Y ese tren va lleno de gente. Gente que desde el principio de
los principios viaja en su interior sin que él sepa de donde han salido ni por
que están a su lado.
Y continua su trayecto, continúa avanzando por esa vía que ya
está trazada por una mano que jamás se dejó ver. Una vía que lo llevara lejos, alejándole
de la estación de partida. Y de pronto el camino se vuelve más concurrido. La gente
va apareciendo en el interior de los vagones, van entrando y van bajando, suben
y se marchan. Y el tren continua avanzando son descanso.
La vía avanza en solitario, por miles de paisajes diferentes,
por estaciones distintas. Los aromas se mezclan en el aire, distintos olores,
distintas sensaciones. Y todo es nuevo y a la vez igual. Todo es esperado y a
la vez sorprendente.
Y de repente todo el ajetreo de su interior se detiene. Llega a
una nueva parada, una estación. Y en esa estación un pañuelo blanco manchado de
lágrimas cae por la venta, una persona baja del tren. Las puertas se cierran y
el trayecto del vehículo continua. Va perdiendo aceite, gotita a gotita este se
va escapando sin que pueda evitarlo, sin que quiera evitarlo.
Y empieza a ser consciente realmente de la verdad. Su vía
continua, y esas personas que se encuentran en su interior, viajando con él, acompañándole
en su camino irán bajando poco a poco. Una tras otra . . . y su caminó continuará.